Los libros no leidos


El escritor italiano Umberto Eco ha apilado una enorme biblioteca que supera los 30 mil títulos. Según se cuenta, los visitantes ante esta impresionante colección no pueden evitar preguntarle al enciclopédico Eco cuántos de esos libros ha leído. La orgullosa respuesta es que no ha leído la mayoría, pero que esos libros no leídos no son menos valiosos, constituyen un tesoro de investigación, una plétora de posibilidades, una celebración de lo que aún no sabemos (paradójicamente, entre más leemos aumenta exponencialmente el espacio de lo ignoto). Eco llama a esta colección una “antibiblioteca”.

Y aquí crece mi admiración por el semiólogo y novelista italiano que se comprueba un aristócrata de las letras (unos dirían hipster, pero me parece denigrante sólo pensarlo). ¡Qué gran dignidad la de tener una biblioteca de libros no leídos! Una fastuosa compañía de desconocidos-seducidos. Ser, como nombran los japoneses, un tsundoku, un apilador de libros, agente babélico irredento.

Borges se jactaba, más que de los libros que había escrito, de los libros que había leído. Pero nosotros tomemos otro partido, encontremos sosiego en los libros que no hemos leído pero que por fortuna nos hemos agenciado, llenando el jardín de ecos futuros, minando el ocio con abundantes oquedales que nos aguardan extáticos. Presumamos entonces esos libros que no hemos leído. Esas vidas que no hemos vivido pero que son parte ya de nuestro repertorio de lo posible.

El placer de tener una biblioteca de libros aún no leídos se puede equiparar con tener un harén de ninfas o huríes de la mente. El dueño de la colección es como ese mítico emir que dormía cada noche del año con una doncella distinta. Hay un cálido confort en saber que siempre en una habitación contigua del teatro de la memoria hay una fiesta para la que nosotros hemos elegido a los invitados, los cuales nos deleitarán con las viandas más exóticas, leche y miel y miles de ofrendas de sus tierras lejanas, un promiscuo convite de ideas a destapar. Lux et voluptas.

Se produce un regocijo propio del diletante y el procrastinador profesional al contemplar ese multiverso de letras larvarias que nos rodea (la oscilación de una mariposa cósmica). Y uno se anima a acercarse tímida o lujuriosamente y empezar a tocarlos y a hojearlos, deteniéndose por un instante en algún párrafo que llama la atención al revolverlo como una baraja –al utilizar la vista como infatuación primera–, para saborear el sonido de una frase y lo que revela, como un holograma, del contenido total de la obra. Y nos relamemos por dentro de lo que nos aguarda en esa cena con el Logos a la cual hemos sido ya convidados pero nos podemos dar el lujo de posponerla, de extenderla siempre hasta la franja crepuscular, para holgarnos más en su sistema de aperitivos.

O irse a dormir con una selección de nuestra “antibiblioteca” –sin tener que elegir uno solo nunca–, una floresta de letras e imágenes que invitan a los ingrávidos aposentos del sueño. Las portadas, esas “écfrasis al revés”, que apenas vistas se van convirtiendo en postales oníricas, en memorias de lugares a los que no hemos ido, pero los cuales nos llaman en la noche, voces de puertos y barcos y vagos rostros de mujeres que soñamos antes de conocer… Acostarse con voluptuosidad hipnogógica, acariciando los ejemplares y rozando las hojas como pétalos cristalizados, haciendo un largo coqueteo que puede durar años antes de la cópula como la más lenta karezza tántrica. O con devoción religiosa consagrar la virginidad y la pureza al lomo cerrado del libro, de no haberlo conocido bíblicamente. De reservar la concreción del romance para una ocasión especial, cuando nuestras mentes estén perfectamente en sintonía, cuando se pueda cortar la fruta en el Sol. Libros para los que maduramos, que con un secreto telos nos van llevando hasta que estemos listos, como una nodriza invisible encargada de nuestra educación intelectual (leer es una forma de tener sexo con fantasmas) que nos inicia en el misterio de cada estación.

…Y dormir, y dejarse ir, sabiendo que están ahí esos compartimentos de conocimientos, palacios de información… esas ventanas mágicas que literalmente nos dejan ver otras realidades, otros ojos que podemos subir a nuestro cerebro, entre el moho de los muebles o frente a un espejo, suspendidos, como puertas que dan a un jardín fuera del tiempo…

Esos libros que hacen una enramada invisible con nuestra mente en un cielo aún no contemplado, de palabras y estrellas que se mezclan. Libros que, por no haberse leído y no haber colapsado su función de onda, están vivos y muertos y en la noche se mezlcan con el sueño lúcido que es la Literatura toda, con todas las palabras posibles en su arrumaje, como ese libro de arena que se mezclaba con todos los otros libros de la biblioteca, como la ola indiferenciada que se mezcla con todo el océano.

La divinidad de lo inmanifiesto. El sofisticado misticismo del excedente, de lo sobrante, del despilfarro. La perpetua atracción de lo que no ha revelado su secreto. El arte de la insinuación. La preclara dignidad de quien es dueño de su silencio. 

Nada se compara con ese lánguido placer de contemplar nuestra biblioteca y sentir el deseo de fugarse del mundo, en amor libresco (a donde sea que uno pueda estar sin que las insignificancias de la realidad lo interrumpan, con sus libros por siempre, ¡a un trópico lunar!). Libros con los cuales descubrir que el amor a la vida no es el hacer, es sólo el estar juntos.


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